La tejedora
La tejedora espera a su amante en los aposentos privados, sus dedos hilan una mortaja de seda para el viejo Laertes, quien
avista ya el umbral del cementerio. Puntada tras puntada, ella no urge a su labor ni falta que le hace, sumida en la reminiscencia
de una armadura guerrera que la sedujo hasta el hechizo y la colmó de ensoñación. Entre sábanas y cortinajes, el tiempo se
dilata, agoniza en el reloj de arena; pero el amante no llega, no asoma siquiera la luz de su espada, y con las sombras nocturnales
que ya reptan desde el jardín los muros de la fortaleza cegando a los centinelas, a los custodios miradores, la tejedora,
defraudada, deshace su lienzo bordado durante el día. De flor y verbo, no hay hombre en la comarca que
anhele su hermosura, y los ladinos pretendientes que intentan cortejarla, terminan con el ímpetu ahogado en una copa de vino.
Nadie puede doblegar su voluntad, su fe inquebrantable; ella se mantiene firme, oyendo el rumor esperanzador de la naturaleza,
mientras oculta la verdadera intención en el solaz tejido que le sirve de pretexto. No duda un solo instante, jamás la aurora
ni el atardecer la sorprenden desalentada, pues sabe que el abandono no es digno de quien simboliza la soberanía de Ítaca.
Una lágrima tal vez de puro tonta baja de cuando en cuando por su mejilla, un rictus aislado va a posarse en los labios al
final de la jornada; sin embargo, aquellos gestos extranjeros no delatan ningún atisbo de impaciencia.
Los años transcurren, y el rito de las manos sobre el telar se repite a diario, naciendo con el sol y feneciendo bajo la luna
el sudario del patriarca, y aunque algunas noches la embriaguez del deseo llena de inquietudes el vientre de la tejedora,
su fidelidad logra vencer por encima de apetencias terrenales. Entonces, en la soledad del lecho, aborrece la guerra que detiene
al amante, la guerra absurda desatada a la distancia que altera y perjudica los signos de la humanidad. Libre a la presunción,
atizada por mensajeros que traen en el cansancio imágenes cruentas de la batalla, ella quisiera ayudar de algún modo a poner
fin esa matanza, restañar las heridas de los que ofrendan el pecho por una causa celestial; mas sólo atina a tejer y destejer
el paño mortuorio, abocado al esfuerzo de hilvanar una esperanza, mujer altísima en su tejedura inútil, hypantria cunea entrelazando
el camino de la dicha venidera. Como nada puede ocultarse de los ojos inquisidores, una criada descubre
su estratagema, y ella se ve obligada a culminar el telar (lo cual es la tácita aceptación de unas segundas nupcias), hasta
que un día de avisos reales, cuando en los pasillos del alcázar un corro de pretendientes discute quién será el elegido, el
amante asiste por fin al encuentro, cumple la cita largamente esperada, aunque viene travestido de bohemio y, al grito de
¡evohé!, mata a los pretendientes en un arranque de incontenible furor. Acabada la carnicería, el amante señala con su espada
una frontera, a partir de la cual ya nada volverá a ser igual que antes. Avanza enseguida hacia su fiel damisela, a quien
coge del talle y conduce a la alcoba, y sobre el lecho inmaculado que ha aguardado tanto tiempo por él, Ulysses inventa un
nuevo paraíso en el cuerpo de la amada, una novedosa orgía que explora los límites y horizontes más inaccesibles de la piel,
bebiendo a bocanadas el néctar de la tejedora leal, cuyos resuellos y gemidos aún se dejan escuchar en la lejanía.
CARLOS RENGIFO
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