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En la baldosa

 

Hay veces que la muerte es necesaria- Comentó Jacinto a los Arturos, sobre su taza de café- hay veces que matar es lo único que queda a la vida para seguir persistiendo. Tuve una vez un compañero que descubrió esto y por supuesto, tuvo que matar.

Los tres Arturos se acomodaron lo más cómodamente que pudieron, esperando oír otra de las historias de Jacinto.

-Tardó algún tiempo en darse cuenta de cuál era la solución -comenzó Jacinto- pero cuando lo hizo comprendió que desde el segundo día hubiese debido matar al viejo.

 

Nadie puede saber lo que significa vivir una vida de guarda. Es una vida de reloj, 9:20 subir en La Plata, 4 minutos hasta Toloza, 3 a City Bell. Poner los pies sobre los escalones y dar la señal. Un silbato, mover el pañuelito verde. Buenos Aires, parando en todas la estaciones intermedias, día tras día tras día. Viajar para no llegar a ningún lado. 60 km. de ida, 60 de vuelta. 80 metros de tren, 4 metros de ancho, 70 km. por hora. Hacia delante, hacia atrás. Caminar hacia atrás es no moverse, es permanecer en el mismo rincón hasta que la última puerta empuja para adelante. Esa era, o bueno, es la vida de Reynoso, una vida de límites y números, una vida de la que no podía salir. Si la vida de un prisionero es sólo prisión, el hecho de mostrar una ventana abierta es ya un crimen.

Si yo fuese algo más de lo que soy tal vez hubiese actuado de otro modo, hubiese tratado de impedirlo. El viejo, Alberto creo que se llamaba, estaba todos los días, todos, esperando en el andén de Villa Elisa. No sé cómo haría para poder soportar, pero tenía su puesto fijo para la espera. Ahí, contra la pared, la mirada fija en la baldosa sobre la que pisaba. Un rincón oscuro, detrás de los asientos donde obreros cansados y chicos que correteaban perros se sentaban. Él los percibía desde su rincón. Creo que seguramente conocía cada uno de los relieves y manchas que tenía ese cuadradito de suelo. Un cuadradito minúsculo del cual un simple paso hubiese podido alejarlo. Un paso son 40 centímetros, es mover la pierna. Un paso podría cambiar su mundo.

 El viejo se paraba sobre el andén y miraba hacia atrás, tal vez recordando días distintos, tal vez días iguales. Llevaba esos sacos marrones que parecen ser el uniforme de la edad. Supongo que yo mismo usaré, llegado el momento, ese mismo tipo de chaqueta de lana tejida. La camisa a cuadritos blanca y marrón, el pantalón amplio, con la pequeña mancha de humedad que cuenta historias de próstatas enfermas. Todos los viejos llevan la misma cáscara. Él no podía ser distinto.

Recuerdo el día final, no lo vi, pero puedo jurar lo ocurrido. El viejo mira su reloj, el de las 9:20 se ha atrasado, tres minutos, horror de horrores. Comienza a ponerse nervioso, las manos le sudan. En vano se acerca a las planillas de horarios buscando una explicación a la anomalía. Conoce de memoria el horario de todos los trenes de La Plata a Bs. As; en qué momento se detendrá en cada estación, cuantos minutos tarda entre una y otra. El mismo debía de haber hecho un promedio de cuanto tiempo de espera hay en cada una. Pereyra de menos de un minuto, Quilmes de más de tres. Tal vez si sumase los tiempos máximos de cada detención en las estaciones antes de Villa Elisa la anomalía dejase de serlo.

Al fin una bocina se escucha en la mañana fría y un punto empieza a aparecer sobre los rieles, allá a lo lejos. El viejo siente alivio. Allí se sentará en su vagón de invierno, a la ida, a mano derecha. Reynoso, el guarda, recibirá su compañía alentadora. Hablarán de fútbol entre Gonnet y Villa Elisa, de asuntos personales antes de llegar a Villa Domínico. Ah, el hogar.

El viejo sube a su vagón, a su asiento, a su posición. El tren cobra fuerza y los edificios amarillos comienzan a quedar atrás. Reynoso sabe que él ya ha subido, no lo ha visto aun pero sabe que él está allí, aguardando a que su cuerpo y su voz se le acerquen. Sólo la voz y el cuerpo, porque Reynoso está lejos de la cháchara del viejo. Piensa en números y kilómetros, en adelante y atrás, en los edificios que se pierden y recuperan una y otra y otra vez, en la baldosa.

El tren toma velocidad. Reynoso descansa un momento en el pasillo entre los sectores de asientos. Nadie va a subir o bajar en Pereyra, como siempre. Aspira fuerte, resignado y entra en el vagón donde la cara del viejo lo espera.

-Boletos, por favor- pide Reynoso. Los pocos pasajeros se mueven revisando bolsos carteras y bolsillos.

-¿Cómo le va, Reynoso?- pregunta el viejo.

-Y, acá andamos- responde sólo su voz.

-¿Vio el partido del domingo?

 -Sí, creo que sí.

Después ya no sé, tal vez lo invita con cualquier excusa a levantarse y a acompañarlo hasta la puerta y allí lo empuja, tal vez insiste en que se asome por la ventanilla dejando medio cuerpo fuera del tren para ver las margaritas, tal vez sólo lo toma de las solapas y lo tira por la puerta. No sé, nadie lo vio. Sólo se supo del accidente, del cuerpo destrozado entre Villa Elisa y Pereyra.

Y esa es la historia, Reynoso lo mató porque no pudo soportar que el paso no fuera dado; no pudo soportar que la simple solución, que no era suya, no fuese utilizada. Para que su miserable vida continuara fue necesario que el viejo cayera.

 

-Bueno- concluyó Jacinto-, no sé por qué les conté esto- miró su reloj y se puso de pie- Bien, mi tren sale en diez minutos; hasta luego.

-Hasta luego- respondieron los tres Arturos.

Una vez que se hubo ido uno de los tres pregunto:

-El apellido de Jacinto es Reynoso ¿no?

-Sí ¿por?

-No, por nada.

 

               Ernan Rifne